Por Gabriel Bonilla
“Las películas Disney las tengo que ver en mi idioma porque sino no es lo mismo”, esto me dijo mi compañera de piso y amiga anoche cuando nos disponíamos a decidir qué película ver juntos, un español, servidor, y una griega que han crecido escuchando las películas Disney en sus respectivos idiomas.
Aunque parezca una ñoñería, o incluso irrelevante, me dio para pensar lo que esconde ese comentario, el cual personalmente comparto. En primera instancia diría que al haber crecido escuchando “Un mundo ideal” (Aladdin), en vez de “A whole new world”, en su versión original en inglés, me hace conectar emocionalmente mucho más con la primera que con la segunda; cuando la escucho siento mayor apego a la primera, y no es precisamente porque no entienda la segunda.
Esto me lleva a una segunda instancia, hay algo que va más allá del simple entender unas letras, algo que al haber crecido con ello me hace sentir de una manera diferente, es algo familiar, cercano, algo conocido.
Puede pensar el lector, ¿Esto no iba de su experiencia como emigrante?, y está en toda la razón. Mi intención con el ejemplo de Disney no es más que abordar de una manera simple y familiar lo que en mi opinión sucede cuando alguien como yo emigra a otro país.
Ahora mismo resido en Inglaterra (Reino Unido), llevo un año viviendo aquí, y aunque no es mi primera vez viviendo en este país ya que viví cerca de dos años cuando cumplí la mayoría de edad, esta vez es diferente porque vengo para más tiempo y quién sabe si quizá de manera indefinida (veremos a ver qué pasa con el Brexit).
El proceso de decisión (¿Voy o no voy?, ¿Me mudo de nuevo de país?) fue fácil, ya lo había hecho antes, conozco el idioma, se termina mi contrato en España y empiezo con un contrato de Doctorando en Inglaterra, todo cuadraba.
Cuando llegué el primer día no me gustó la ciudad, me pareció fea, sin nada que resaltase por su belleza o que me llamase la atención.
Sabía que era parte de mi proceso y que llegar a una ciudad por primera vez, donde nunca había estado y saber que viviré allí por al menos tres años es algo que hay que digerir.
A lo largo de los días siguientes cuando empecé a visitar sitios, a comprar cosas para mi casa, a conocer calles, rutas de cómo llegar del sitio A al sitio B, empecé a notarme más conectado, más familiarizado (me suena que ya he hablado de esto antes… ¡Ah! Sí, Disney).
Si bien es cierto que todo lo que necesitaba era tiempo para poder estar en un estado emocional neutro para poder hacer una vida normal, hay algo que hoy en día siento que no cambia y que pronostico que no cambiará en mucho tiempo, o quizá nunca, y es mi sensación de no pertenecer a esta cultura de no comulgar con muchas costumbres de aquí, de no disfrutar actividades que aquí son la regla.
Se podría pensar que no sentirse parte de un grupo es algo tremendamente horrible y que mi estado es cercano a la depresión, esto no es la realidad para mí. Sin embargo, sentirse fuera de un grupo hace que la rutina diaria se haga más difícil y de ahí ya depende de cada uno cómo sepa gestionarlo. Yo personalmente siento que lo gestiono de una manera que me funciona, pero también es verdad que llevo apenas un año, por lo que no sé si esta sensación de no pertenencia se irá haciendo más grande, se estancará o reducirá.
Si tengo una cosa clara es que seguiré corrigiendo la pronunciación de paella en los ingleses y que seguiré viendo Aladdin en español, aunque no sea la versión original.
Sobre el Autor
Doctorando en el campo de RRSS y conductas adictivas
en la Universidad de Nottingham Trent
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